Aquí os dejamos sensaciones percibidas por una persona usuaria que vive sola durante el confinamiento.

SIN TÍTULO

Cojo las bolsas de basura y me dispongo a bajarlas. Abro la puerta, la cierro tras de mí, bajo las escaleras despacio. El sonido de mis propios pasos, retumba en mi cuerpo desde los tobillos hasta mi cabeza.

Salgo a la avenida. Está solitaria, desértica, no hay ni un alma por la calle. La noche es oscura, densa, negra. Llego a los contenedores de la basura. El chirrido de las portezuelas al abrirse y el sonido de las bolsas al caer me da escalofríos.

La negrura y el silencio de la noche es interrumpida por una luz y una canción que sale de un balcón. La curiosidad me lleva a averiguar de qué se trata. Es una pareja de jóvenes que se están besando. La canción suena así; ¡Resistiré erguido frente a todo!

El pudor me hace dar media vuelta y dirigirme a paso apresurado al portal de mi casa. Aunque hay ascensor subo las escaleras andando, pues subir las escaleras es el único ejercicio que hago en el día. Subo las escaleras lentamente, despacio, piso a piso llego hasta el cuarto, que es donde vivo. Abro la puerta. El sonido que produce la puerta al cerrarse suena a “soledad”.

¡Resistiré para seguir viviendo!

Me lavo las manos y me dispongo a meterme en la cama. Con ayuda de la medicación y entre el tacto suave de las sabanas recién cambiadas, en diez minutos me quedo plácidamente dormido.

E.L.C.

UN BUEN DÍA

Subo la persiana y un sol radiante invade la habitación. Hoy puede ser un gran día. Bajo a por el pan. En el frondoso árbol de la rotonda se escuchan los pájaros; su canto te alegra el ánimo (hay quien dice que el aire está más limpio, pero yo no lo noto). Más adelante esta la farmacia, hay cola; cuatro o cinco personas, todas separadas por dos metros. No se puede entrar. La puerta está protegida con una mampara de plástico con una ventanilla de treinta por diez en la que Alicia atiende a sus clientes. Rosa, su empleada, también los atiende a través de otra ventanilla que abre hacía fuera. Entre las dos parece que lo llevan bien. Desde fuera parecen contentas.

Cruzo la calle. El autobús que me cede el paso en el paso peatonal circula vacío.

Desde la otra acera diviso a un señor que en el balcón del primer piso va caminando serio con la cabeza alta de pared a pared. Da unos diez pasos.

Me cruzo con el barrendero. Mueve la escoba lenta, cadenciosamente, con una expresión de cansancio en el rostro.

Llego a la panadería. En la panadería si se puede entrar. Me atiende la dependienta, una ecuatoriana de pequeña estatura, pero de curvas bien formadas, con una mirada limpia, risueña, expresiva, que lo dice todo. Se puede saber si está bien o mal solo con mirarle. Poniendo mi mejor cara le pregunto que qué tal está y me responde que bien, que esto es lo que hay. Le dejo el dinero de mi media barra en la bandeja que tiene para ello, pero lo coge con la mano provista de unos guantes y una mascarilla, que es su única protección. Trabaja sola de lunes a lunes. La pequeña ecuatoriana es una verdadera resistente.

Salgo de nuevo a la avenida. Todos vamos lo más separados que podemos, pues no se puede mantener los dos metros que dicta la norma. Detrás de las mascarillas se sienten los rostros serios. Algunas personas conversan entre ellas lo más separadas que pueden, pero sus rostros son también serios.

Poco a poco llego al final de la avenida, donde hay otra panadería, en esta sirven el pan por la abertura que hay en una ventana enrejada los y clientes hacen cola en la calle para coger el pan a través de la reja.

Encamino mis pasos otra vez hacia mi casa. Dejo la avenida y subo por una calle paralela más estrecha. Me encuentro con otro barrendero que con su manguera a presión en mano va desinfectando las entradas de los comercios más concurridos; la carnicería, la frutería, la tienda de periódicos, etc.

(Los barrenderos son los profesionales indispensables menos valorados).

Desentonando del resto dos ecuatorianas pequeñas, regordetas, con expresión risueña conversan, ríen. Y su risa traspasa cualquier distancia de seguridad.

Da gusto verlas reír en medio de tanta seriedad.

Sigo mi camino hacia mi casa. En el frondoso árbol de la rotonda los pájaros siguen con sus canciones. Escuchar su sonido en medio del silencio es una alegría.

Llego de nuevo a mi portal y aunque tengo ascensor subo los cuatro pisos andando pues es el único ejercicio que hago. Entro en casa. El sol se cuela por todas las ventanas de la casa invadiendo con sus cálidos rayos toda las estancias.

Hoy puede ser un gran día.

E.L.C.